Perseo , regresaba a casa en la isla de Serifos procedente del lejano fin de
la tierra. Su atrevida búsqueda había resultado exitosa, y dentro de un
saco resistente y bien sellado llevaba un regalo de boda sin par para
su rey, Polidectes – la cabeza de la arpía Medusa.
Este espantoso monstruo, cuyo pelo está compuesto de una masa
hirviente de serpientes vivas, poseía ojos dotados del terrible poder de
convertir en piedra a quien los mirara. Armado con su petrificante
trofeo, Polidectes sería invencible.
Mientras que Perseo volaba sobre el cielo de Etiopía, ataviado con
las sandalias aladas que le había prestado el mensajero de los dioses,
Hermes, miró abajo y vio a una joven dama encadenada a un acantilado con
vista al salvaje mar. Sin lugar a dudas, era de sangre real, con
cabellos dorados y un vestido blanco, largo y suelto, que las olas
enfurecidas arañaban con dedos de espuma.
Descendiendo hasta que se mantuvo inmóvil directamente delante de la
hermosa prisionera, Perseo vio que sus ojos, llenos de terror, miraban
fijamente el mar. En ese momento, evidentemente, aparecería el
instrumento de su destrucción – pero, ¿de qué podía tratarse y por qué
se encontraba encadenada, allí?
La aparición de Perseo resultó tan inesperada que, a pesar de su
temerosa fascinación con el mar debajo, la dama amarrada se encontró
mirando al apuesto príncipe suspendido en mitad del cielo ante ella. Así
que le reveló los nefastos acontecimientos que la habían llevado a tal
sino.
Era la princesa Andrómeda, hija de Casiopea, la vanidosa, impetuosa
esposa del rey de Etiopía, Cefeo. Poco antes en un acceso de orgullo,
Casiopea había proclamado que era mucho más bonita que esas
incomparablemente encantadoras ninfas de los mares conocidas como las
Nereidas. Indignada por esta afrenta sin precedentes, el poderoso rey
del mar, Poseidón, había provocado desde el abismo de los mares a Cetus,
un monstruo dragón serpiente con la cola en forma de horca, y le había
ordenado que hiciera estragos sobre el reino de Cefeo y la desventurada
Casiopea.
Esta arrasadora manifestación de retribución divina ya había devorado
a innumerables personas y ganado y, de acuerdo con un oráculo
consultado por los asustados monarcas, la matanza continuaría hasta que
se destruyera toda su tierra, a menos que su hija Andrómeda fuera
sacrificada por Cetus. Sólo de esta forma podría aliviarse la cólera de
Poseidón.
Andrómeda fue llevada al acantilado más alto que daba al reino de
Poseidón, y allí fue encadenada en espera de su terrible muerte. Apenas
había acabado la desesperada Andrómeda de contar su triste historia,
cuando algo empezó a elevarse sobre las olas desde el lecho del oscuro
océano. Al principio, apareció como una enorme sombra carmesí,
meciéndose y estremeciéndose a medida que se hacía más grande. Después,
tomó la forma de un remolino escarlata brillante de sangre,
retorciéndose y dando vueltas a medida que se acercaba a a la
superficie. De repente, surgió del agua, y el mayor horror que pudiera
emerger del dominio del dios del mar pudo verse por fin en su terrible
magnificencia.
Cetus se parecía a una extraña ballena serpiente de tamaño colosal,
cuyas gigantes espirales de color corte y aguamarina se marcaban
mediante interminables anillos de escamas impenetrables. No obstante, su
cabeza se asemejaba más a la de un perro de caza, y dos inmensos
colmillos de marfil similares a los de una morsa se proyectaban desde
sus fauces. Aunque no poseía extremidades, un par de adornadas aletas
membranosas se agitaban a lo largo de su extenso y blindado pecho, pero
lo más espectacular era la cresta brillante y de color rojo sangre
colocada en la corona de su cráneo como un banderín encendido, cuyo
movimiento giratorio cuando se sumergía bajo el agua había cedido la
ilusión de una sombra carmesí y un vórtice escarlata durante su
descenso.
Los ojos del dragón serpiente relucían malévolamente exultantes.
Entre sus llamas internas de fuego frío turquesa, el reflejo de
marioneta de la princesa gritando quedamente y luchando por escapar de
sus cadenas reflejadas. el reflejo se hizo cada vez ma´s grande a medida
que la némesis de Andrómeda nadaba hacia ella, con su cabeza y su
cuello altos sobre las olas como la proa de un galeón.
En cuanto a Perseo, Cetus lo desvió de su atención como un tigre
descartaría el zumbido de un mosquito sobre su cabeza – y haciendo esto,
selló su destino. Así como incluso el mosquito más diminuto poseía un
potente aguijón, Perseo también estaba equipado con una espada maciza.
Resuelto en su despiadado avance hacia la aparentemente indefensa
princesa, el dragón no espió a su protector transportado por el aire que
planeaba por debajo de sus fauces totalmente abierta. La cuchilla de
Perseo apuñaló a través de la unión de las placas que cubrían su pecho y
se precipitó a lo más profundo de su corazón.
Una vez, dos veces, tres veces, la espada del guerrero perforó sus
palpitantes profundidades, y Cetus se desmoronó sobre sí mismo. Pronto
acabó todo, y la carcasa sin vida se hundió bajo la superficie del
océano. Exhausto, pero lleno de júbilo, Perseo se apresuró a liberar a
Andrómeda de sus ataduras. Llorando, lo abrazó, y cuando la miró a los
ojos sus palabras no dichas le aseguraron que la búsqueda de la mujer de
sus sueños había terminado incluso antes de que hubiera empezado.
Pero, ¿qué ocurrió con la cabeza de la Medusa? Depués de una boda
resplandeciente en el revitalizado reino de Cefeo, Perseo y su prometida
regresaron triunfantes a Serifos, donde Perseo había intentado
presentar su trofeo a Polidectes.
Pero Perseo descubrió que, en su ausencia, Polidectes había estado
imponiendo sus inoportunas atenciones a la propia madre de Perseo,
Danae. En realidad, resultó que los supuestos planes de matrimonio del
rey con otra no habían sido nada más que una farsa, un ardid para enviar
a Perseo a una búsqueda que parecía destinada a terminar con su muerte,
permitiendo que Polidectes persiguiera a Danae – el verdadero objeto de
su deseo – sin temor.
Perseo solicitó una audiencia con Polidectes y, sacando la cabeza de
la Medusa del saco, le mostró su obsequio de boda. Después, Perseo
abandonó el paladio andando a zancadas, dejando que los cortesanos
recogieran la estatua de piedra que una vez había sido su rey.
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